En Los Cuadernos de Sandua se acaba de publicar Paraíso Perdido del poeta y amigo Alfredo Jurado. Un título que ya usó el celebérrimo John Milton en su extensísimo poema narrativo Paradise Lost sobre la caída de Adán y Eva. Alfredo, a diferencia del poeta inglés, usa este título para recordar la pérdida del paraíso de su infancia y de su adolescencia en un lugar privilegiado a las orillas de Córdoba.
El poemario se inicia en su primera parte con un título evocador: El olor de las jaras, donde la Naturaleza y el paisaje de la zona de Córdoba La Vieja están muy presentes y altamente tratados en unos versos acertados y espléndidos.
Desde el primer verso Alfredo Jurado nos lleva directamente al mundo de su infancia: Cuando era pequeño, / y quería que el tiempo corriera a toda prisa, / despertaba temprano, y aún con el pijama / asomaba los ojos por la estrecha rendija / que dejaba el visillo en la ventana. El poeta niño ya apunta a la observación que da el conocimiento de la vida. Y su inquietud ya le entrena para el mundo de la poesía con esa curiosidad por lo que hay fuera, en el mundo externo, el mundo de la luz y de la Naturaleza viva. Más adelante hay un poema muy hermoso en donde, a mi entender, se aprecia una gran influencia de algunos de los poetas del grupo cordobés Cántico: Ricardo Molina y Pablo García Baena.
El otoño solía llegarnos desde el norte,
solemne se acercaba a la ventana,
rozaba los cristales con los labios
y los humedecía.
La tapia del poniente nos traía el crepúsculo;
era el silencio un rito,
un preámbulo, acaso, a la liturgia
con que la cal solía
denunciar la presencia furtiva de los musgos.
Brotaba así un cenobio, la quietud,
para el alado amor de los gorriones.
Era bueno sentirse protegido,
preciso aquel bostezo del porche de la casa
que siempre me ofertaba su cálido cobijo.
Alfredo Jurado hace una ingente mención de los elementos de la Naturaleza para adentrarnos en ese paraíso que él quiere narrarnos en sus versos. Versifica las estaciones del año dándoles movimiento, cambio y devenir. Pero nuestro autor, en esta primera parte del poemario se fija especialmente en dos estaciones: el otoño y el invierno, quizás porque propician un recogimiento, una mística, un sobrecogimiento que son los que hacen crear y expresar al poeta versos tan hermosos como estos: En las mañanas frías de invierno, / una espada de niebla traspasaba la huerta. También se nombran infinidad de animales que forman parte de ese paraíso con mayúsculas, pues sin ellos la Naturaleza no sería Naturaleza. Así hay versos que dicen: En el alero alto de las tejas, / las palomas urdían sus hosannas al alba.. Más adelante, en otro poema, refiriéndose al mochuelo nos habla también de la tristeza, esa tristeza que nos traen las sombras invernales y que nacen tal vez de los cambios que se producen en los cuerpos que van transmutando de niño a adolescente y de adolescente a adulto: Misteriosa y callada, / llegaba la tristeza hasta la puerta. / No pronunció palabra inteligible, / solamente miraba, delegaba su influjo / para los ojos amplios del mochuelo, / que sobre la cornisa, parecía / estudiar persistente todos los movimientos / de los niños que juegan.
No sólo la fauna sino también la flora está muy representada en estás páginas. He aquí una bella estrofa como ejemplo:
Los granados traían el color de noviembre,
pues éste, se acercaba hasta nosotros
tal vez como un prodigio, tal vez como sentencia.
El solano traía su sonata a la tarde,
aroma de las jaras, el canto misterioso de los cucos.
Los cipreses silbaban la tristeza de Orfeo.
La segunda parte del libro Presencia de la Górgona se enmarca más dentro de la urbe en donde el poeta hace patente desde el primer verso dónde se encuentra: Camino muy despacio por las calles / de mi amada ciudad, / lo mismo que lo hiciera aquel oniromante / que ostentó los enigmas de todos los rincones, / de todas las plazuelas recoletas; / allí el tiempo rubrica su pasado / y trepa palmo a palmo las paredes, / dejándoles la huella de todos los inviernos. Es como si un arrobamiento ante la belleza de la ciudad amada le llevara por las rutas misteriosas. Y allí le fuese revelada la profecía cuando dice en el siguiente poema: Sé que regresaré, no sé cuándo ni cómo, / pero sé que lo haré. Estamos en un momento de trascendencia en el que el poeta necesita poseer toda la belleza de una ciudad a la que ama. Y necesita creer y convencerse de que nunca perderá ese paraíso de lo bello que le proporcionan las fuentes o las recoletas plazas. En esta segunda parte del libro el poeta escribe en un tono más elegiaco y con los sentimientos más a flor de piel y no sólo canta a la ciudad de Córdoba sino también al amor: Te conmino esta noche, pues en ella me siento, / pletórico de dicha, / al más profundo cauce de aquel río, / al que pueda llevarnos, / la sensación humana de sentirnos amantes.
El poemario se inicia en su primera parte con un título evocador: El olor de las jaras, donde la Naturaleza y el paisaje de la zona de Córdoba La Vieja están muy presentes y altamente tratados en unos versos acertados y espléndidos.
Desde el primer verso Alfredo Jurado nos lleva directamente al mundo de su infancia: Cuando era pequeño, / y quería que el tiempo corriera a toda prisa, / despertaba temprano, y aún con el pijama / asomaba los ojos por la estrecha rendija / que dejaba el visillo en la ventana. El poeta niño ya apunta a la observación que da el conocimiento de la vida. Y su inquietud ya le entrena para el mundo de la poesía con esa curiosidad por lo que hay fuera, en el mundo externo, el mundo de la luz y de la Naturaleza viva. Más adelante hay un poema muy hermoso en donde, a mi entender, se aprecia una gran influencia de algunos de los poetas del grupo cordobés Cántico: Ricardo Molina y Pablo García Baena.
El otoño solía llegarnos desde el norte,
solemne se acercaba a la ventana,
rozaba los cristales con los labios
y los humedecía.
La tapia del poniente nos traía el crepúsculo;
era el silencio un rito,
un preámbulo, acaso, a la liturgia
con que la cal solía
denunciar la presencia furtiva de los musgos.
Brotaba así un cenobio, la quietud,
para el alado amor de los gorriones.
Era bueno sentirse protegido,
preciso aquel bostezo del porche de la casa
que siempre me ofertaba su cálido cobijo.
Alfredo Jurado hace una ingente mención de los elementos de la Naturaleza para adentrarnos en ese paraíso que él quiere narrarnos en sus versos. Versifica las estaciones del año dándoles movimiento, cambio y devenir. Pero nuestro autor, en esta primera parte del poemario se fija especialmente en dos estaciones: el otoño y el invierno, quizás porque propician un recogimiento, una mística, un sobrecogimiento que son los que hacen crear y expresar al poeta versos tan hermosos como estos: En las mañanas frías de invierno, / una espada de niebla traspasaba la huerta. También se nombran infinidad de animales que forman parte de ese paraíso con mayúsculas, pues sin ellos la Naturaleza no sería Naturaleza. Así hay versos que dicen: En el alero alto de las tejas, / las palomas urdían sus hosannas al alba.. Más adelante, en otro poema, refiriéndose al mochuelo nos habla también de la tristeza, esa tristeza que nos traen las sombras invernales y que nacen tal vez de los cambios que se producen en los cuerpos que van transmutando de niño a adolescente y de adolescente a adulto: Misteriosa y callada, / llegaba la tristeza hasta la puerta. / No pronunció palabra inteligible, / solamente miraba, delegaba su influjo / para los ojos amplios del mochuelo, / que sobre la cornisa, parecía / estudiar persistente todos los movimientos / de los niños que juegan.
No sólo la fauna sino también la flora está muy representada en estás páginas. He aquí una bella estrofa como ejemplo:
Los granados traían el color de noviembre,
pues éste, se acercaba hasta nosotros
tal vez como un prodigio, tal vez como sentencia.
El solano traía su sonata a la tarde,
aroma de las jaras, el canto misterioso de los cucos.
Los cipreses silbaban la tristeza de Orfeo.
La segunda parte del libro Presencia de la Górgona se enmarca más dentro de la urbe en donde el poeta hace patente desde el primer verso dónde se encuentra: Camino muy despacio por las calles / de mi amada ciudad, / lo mismo que lo hiciera aquel oniromante / que ostentó los enigmas de todos los rincones, / de todas las plazuelas recoletas; / allí el tiempo rubrica su pasado / y trepa palmo a palmo las paredes, / dejándoles la huella de todos los inviernos. Es como si un arrobamiento ante la belleza de la ciudad amada le llevara por las rutas misteriosas. Y allí le fuese revelada la profecía cuando dice en el siguiente poema: Sé que regresaré, no sé cuándo ni cómo, / pero sé que lo haré. Estamos en un momento de trascendencia en el que el poeta necesita poseer toda la belleza de una ciudad a la que ama. Y necesita creer y convencerse de que nunca perderá ese paraíso de lo bello que le proporcionan las fuentes o las recoletas plazas. En esta segunda parte del libro el poeta escribe en un tono más elegiaco y con los sentimientos más a flor de piel y no sólo canta a la ciudad de Córdoba sino también al amor: Te conmino esta noche, pues en ella me siento, / pletórico de dicha, / al más profundo cauce de aquel río, / al que pueda llevarnos, / la sensación humana de sentirnos amantes.
Alfredo Jurado ha escrito un poemario con esa dicha encendida de los sentidos y que le provocan ese apego clamoroso del amor a los paisajes que le han hecho sentirse vivo. Y, de alguna manera, siente que eso es un paraíso perdido, imposible de recuperar. Por eso sólo le queda el recuerdo y la soledad expresada en un poema como Epílogo con el que cierra el poemario, y que es como una síntesis del mensaje de este hermoso libro.
EPÍLOGO
Y fuimos expulsados de nuestro paraíso,
sin miramiento alguno desterrados,
desprovistos de alas
desde la inmensa esfera de cristal
que nos daba cobijo.
No pudo haber lugar para el perdón
aunque así lo pedimos,
y rodados caímos por la fatal pendiente.
Muy largo se hizo el tiempo
pues transcurrió con ello una noche muy larga.
Nadie pudo evitar nuestra caída,
ni siquiera la trama de las pámpanas
que extendían sus tallos a lo largo,
ni siquiera un repecho cubierto de hojas secas,
no de una mano amiga.
En la distancia vimos alejada
la más inmensa hipérbole
del celeste cristal, en que habitamos;
y entonces nos sentimos profundamente solos.
EPÍLOGO
Y fuimos expulsados de nuestro paraíso,
sin miramiento alguno desterrados,
desprovistos de alas
desde la inmensa esfera de cristal
que nos daba cobijo.
No pudo haber lugar para el perdón
aunque así lo pedimos,
y rodados caímos por la fatal pendiente.
Muy largo se hizo el tiempo
pues transcurrió con ello una noche muy larga.
Nadie pudo evitar nuestra caída,
ni siquiera la trama de las pámpanas
que extendían sus tallos a lo largo,
ni siquiera un repecho cubierto de hojas secas,
no de una mano amiga.
En la distancia vimos alejada
la más inmensa hipérbole
del celeste cristal, en que habitamos;
y entonces nos sentimos profundamente solos.
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